Un recuerdo de Halloween 25 años después
Teníamos once años y casi nunca salíamos del pueblo. Pero estudiábamos inglés en la Academia de Cultura Inglesa Queen. Según nuestras madres, sería bueno para nuestro futuro. Tres clases a la semana, dos horas por clase. En cada clase, además de las explicaciones de nuestra teacher Jezabel, teníamos ejercicios del tipo read and listen, listen and repeat, listen and read, read and complete y otras combinaciones. Cada alumno tenía su student book y su practice guide. Escribíamos en lápiz para poder borrar las respuestas a fin de año y vender los libros a algún alumno del año siguiente. Nuestra copia ya tenía, por supuesto, las marcas del año anterior.
Las actividades que requerían escuchar a hablantes nativos se hacían con casetes y un enorme grabador. Con paciencia, Jezabel pausaba la grabación, la rebobinaba y luego apretaba play cada vez que no lográbamos entender a ese lejano locutor inglés que hablaba como si tuviera una papa en la boca. Al igual que en la escuela, teníamos nuestro boletín de calificaciones y a fin de año, un examen integrador. Oral y escrito, que era imperioso aprobar para continuar estudiando el año siguiente.
Los grupos eran chicos. De cinco o seis alumnos. En comparación con la población estudiantil del pueblo, los que accedíamos a ese estudio superior éramos una escasa minoría. El resto tenía que conformarse con el inglés de la escuela.
La academia tenía una sucursal o una academia hermana, no lo recuerdo o nunca lo supe, en una ciudad vecina. Por lo general, ignorábamos su existencia, ya que no interfería en ninguna de las instancias de nuestro estudio. Pero un día de octubre de 1996 entramos al aula y Jezabel nos esperaba no solo con su cabellera rojiza, sino con una sonrisa diferente a la de siempre. En las manos, tenía tarjetas del tamaño de una hoja oficio doblada por la mitad.
“What’s that?”, preguntó con perfecta pronunciación Vanesa, una compañera.
Y la teacher nos contó que ese año el festejo de Halloween sería en conjunto con los alumnos de San Jorge, y las tarjetas eran, en efecto, las invitaciones que ellos nos habían enviado. Después del anuncio, nos entregó una a cada uno.
La de Ale, mi único compañero de inglés que también era compañero de la escuela, tenía una calabaza con una mueca macabra y no estaba firmada. La mía, en cambio, era una bruja con su escoba y abajo, en lápices de colores y buena caligrafía, había un nombre: Marina Lamberti.
Al otro día a la tarde, no teníamos inglés. Así que, como casi todos los días que no íbamos a la academia, pedaleé de una punta del pueblo a la otra, de mi casa a la de Ale. Apoyé la bicicleta en un árbol frente a su casa y abrí la puerta de alambre y metal que daba al patio. Tamy, su perrita, me ladró los pies con insistencia hasta que llegué a la puerta trasera de la casa, di unos golpecitos en el vidrio y entré.
Mi amigo estaba sentado en un sillón de plástico, tenía la pierna derecha sobre el apoyabrazos y miraba una película en el televisor por cable.
“¿Qué mirás?”, le pregunté.
“Terminator 2”.
Era la parte en la que John Connor es perseguido por el robot de metal líquido en un camión. Me senté en una silla y nos quedamos mirando la película en silencio hasta que llegó el corte comercial.
En la casa de Ale, tenían un teléfono viejo y gris, a disco. Estaba sobre un mueble de madera pintado de blanco y junto a él había una guía con los números de las localidades del departamento. La abrí en la S de San Jorge y busqué Lamberti. Había cuatro. Cuatro números de teléfono. Cuatro familias.
“Llamemos”, dijo Ale y discó el primer número con esa coreografía de dibujar círculos con el dedo índice. Cinco veces para la característica y seis para el resto del número. “Está llamando”, dijo. Y yo acerqué mi cara a la suya para escuchar los tonos.
“Hola”, contestó una voz de mujer del otro lado de la línea, a veinte kilómetros de distancia.
“Hola, señora. ¿Está Marina?”.
“¿Qué Marina?”.
Clac. Ale cortó y llamó al siguiente número. Mismo ritual, misma espera. Esa vez atendió una chica.
“Hola. ¿Está Marina?”.
“Soy yo, ¿quién habla?”.
Clac.
“¿Por qué cortaste?”, le recriminé.
“Llamá vos”, me dijo y me pasó el tubo del teléfono.
El lunes siguiente llegué a la clase de inglés diez minutos antes del horario de inicio. Me senté en el tapial que había afuera y esperé con algunos de mis compañeros: Ale, Vanesa y Hernán. El quinto, Marcelo, solía llegar sobre la hora. Cuando los alumnos de la clase anterior salieron, entramos y nos sentamos en las sillas que antes habían ocupado ellos.
Jezabel parecía enojada por algún motivo, pero no dijo nada hasta que todos estuvimos con nuestro student book abierto sobre la mesa.
“Parece que algunos alumnos ya estuvieron haciendo contacto con sus pares de San Jorge”, dijo. Ale y yo nos miramos. “Así que les voy a dar algunas reglas para cuando viajemos”, continuó. “Número uno, nada de ir a hacerse los galanes”. Vanesa miró sorprendida. “Número dos, nada de pelearse con los otros alumnos”. Marcelo miró para abajo. “Número tres, nada de llevar bebidas alcohólicas”. Hernán tosió.
Entendimos que no éramos los únicos que habíamos estado haciendo planes para el día de la fiesta.
“¿Alguien tiene alguna duda?”, preguntó Jezabel, seria. Nadie respondió. Recién entonces empezó la clase. Faltaban dos semanas para Halloween.
Dos semanas equivalían a seis clases. Ese día Vanesa dijo que iba a ir de Cenicienta, a la siguiente clase, de Gatúbela y dos días después, de Caperucita. Después del fin de semana, volvió a la idea de Gatúbela.
Hernán ya lo tenía decidido; se disfrazaría del conde Drácula. Usaría el traje del casamiento del padre, una capa hecha con un mantel y dientes postizos que había comprado en una juguetería. Marcelo, Ale y yo todavía no habíamos decidido el disfraz.
Tampoco lo teníamos decidido para la clase siguiente ni para la última.
Finalmente me disfracé de Mr. Hyde con una careta de monstruo y un guardapolvo viejo al que le había pintado manchas de sangre. El disfraz de mi amigo Ale también era home-made. Se había disfrazado del tío Lucas de los Locos Adams. Con un gorro de goma de la peluquería de la madre, simulaba la pelada, y llevaba una capa de corte como túnica.
Cuando llegamos a la academia, que era el punto de concentración, nos encontramos con los otros alumnos. El rango iba de los que tenían verdaderos disfraces, adquiridos en alguna ciudad (en el pueblo no había tiendas especializadas), hasta los que solo tenían un antifaz. Marcelo había ido con el kimono blanco que usaba para practicar karate, con un cinturón azul. Vanesa había descartado las opciones anteriores y había elegido ir, finalmente, de odalisca.
Nos repartimos en los autos de las profesoras, que llevaban todas vestido negro y un gorro de bruja, y partimos hacia San Jorge. Ale, Hernán, Vanesa y yo subimos en el Peugeot 504 de nuestra profesora y Marcelo se fue con otro grupo. El viaje duraba media hora y, para que practicáramos, nuestra conductora puso la regla de que durante el viaje solo podíamos hablar en inglés.
Llegamos a una casa en las afueras de la ciudad, con un enorme patio al frente y una especie de tranquera que impedía el paso. Yo me bajé del auto y tiré de una cadenita que hizo sonar una campana. Pegado a la campana, había un esqueleto que bailaba con el movimiento. Enseguida una de las profesoras locales se acercó y abrió la tranquera. También estaba vestida de negro.
“Estacionen los autos afuera”, nos dijo. Y todos los invitados hicimos nuestro ingreso en fila india.
El patio estaba decorado para la ocasión: había enormes calabazas con caras dibujadas a cuchillo y esqueletos y murciélagos que colgaban de las luces. Incluso había muchas telas de araña, pero no pude distinguir si eran de utilería o reales. Además, había diversos puestos atendidos por alumnos. Por ejemplo, uno era una mesa pequeña con una bola de cristal y dos sillas; en una de las sillas, una chica disfrazada de adivina aseguraba poder leernos el futuro.
La mayoría estaba dentro de la casa alrededor de una larga mesa con comida que simulaba ser vísceras o gusanos. Una decena de chicos y chicas se agolpaban con vasos con jugos de distintos colores.
“Ponche mágico”, dijo una de las profesoras que servía. “¿Quieren un poco?”.
Yo me saqué la máscara para ver mejor. Me preguntaba cuál sería Marina. Tenía su nombre, había oído su voz, pero no había visto su cara. Sí me había contado de su disfraz. Iría de “novia muerta”. Entonces empecé a buscar chicas vestidas de blanco. Había una enfermera accidentada, muchos fantasmas, momias, pero ninguna novia. Al fin la vi. Con un vestido que debe de haber sido de la madre, el cabello despeinado y unas ojeras pintadas muy oscuras, estaba de pie junto a un hombre lobo.
Di unos pasos en su dirección y levanté la mano. Ella bajó la vista a mi guardapolvo y luego la volvió a subir a mi cara, y sonrió.
Nos dimos un beso torpe en la mejilla y cuando iba a preguntarle si quería bailar, una amiga pasó casi corriendo a nuestro lado y se la llevó del brazo.
“¿Qué pasó?”, me dijo Ale que se acercó con un sanguchito de miga en la mano.
“No sé”, le dije. “Se la llevaron como a chicharra del ala”.
Pero no se la habían llevado muy lejos, sino justamente al medio del patio, donde había varias parejas de chicas bailando. Sonaba un tema de la banda de cumbia Los Lobizones que decía “Cuando sale la luna me transformo / me transformo y te doy un tarascón”.
“Vamos a sacarlas a bailar”, me dijo Ale. “Yo bailo con la amiga”.
No estaba seguro. Me daba miedo que nos rechazaran a la vista de todos.
“Vamos”, me dijo mi amigo y entonces fui yo el arrastrado del brazo.
Los dedos de Marina eran ásperos. Para bailar, nos habíamos tomado las manos. Yo movía las piernas y los brazos al ritmo de la música tanto como me lo permitía mi poca destreza. Cada pocos compases, acercaba la boca a su oído y ensayaba decir algo gracioso. Aunque no conseguía que se riera mucho, la dinámica me gustaba. La música estaba fuerte y eso me servía de excusa para acercarme y olerle el cuello. “Me transformo y te doy un tarascón”.
Empezaba a atinar algunos pasos de baile cuando una profesora apretó el botón de stop del grabador y cortó la música.
“Están listos los panchos”, gritó. Y todos corrieron al interior de la casa, menos nosotros.
“¿No te gustan los panchos?”, me preguntó Marina y sin soltarme la mano, hizo un leve movimiento en la misma dirección que los demás.
“Me gustan”, le dije, “pero más me gusta bailar con vos”. No sabía cómo había sido capaz de articular la segunda frase. Por un lado, era osada para mi tradicional comportamiento, retraído y cobarde. Por el otro, la había dicho en el momento preciso y no una hora después como me pasaba cada vez que necesitaba una respuesta oportuna.
“No te preocupes”, me contestó. “Después seguimos bailando”.
Pero luego de la “cena” no volvieron a poner música bailable, sino que empezó la sección “juegos de terror”. El calificativo es mío y no se debe a que estuvieran enmarcados en el festejo de Halloween, sino a que no me gustaron para nada. Uno consistía en atarse un hilo a la cintura con una lapicera en la punta y hacer movimientos de cadera hasta embocar la lapicera en el pico de una botella de vidrio. Otro, más elaborado, era una variante del clásico “ponerle la cola al burro”, renombrado “ponerle el tornillo a Frankenstein”. La dificultad radicaba no solo en que el participante tenía los ojos vendados, como en el juego original, sino en que la imagen de Frankenstein cambiaba de un participante a otro. Los alumnos locales habían preparado distintos afiches en los que el monstruo aparecía en las más variadas poses: montado en bicicleta, trepado a un árbol, acostado en la playa con bikini.
El tercer juego era apple bobbing: sobre una mesa había un balde con agua y manzanas que flotaban dentro. Nos dividieron en dos equipos y la competencia consistía en correr hasta el balde, meter la cabeza en el agua, morder una manzana y llevarla de regreso a donde estaba nuestro equipo para que otro saliera a la carrera y realizara la misma prueba. Pasados diez minutos, el equipo que hubiera reunido más manzanas ganaba. Había que tener cuidado, porque si mordías muy fuerte te quedabas con un pedazo de manzana en la boca y no contaba como válida.
En esta parte de la historia sería apropiado inventar que Marina y yo estábamos en equipos opuestos, que nos tocó correr hacia el balde en el mismo momento y que ambos mordimos la misma manzana.
Pero eso no fue lo que sucedió. Yo terminé mi carrera empapado y, harto de los juegos, la busqué con la mirada. La vi de pie del otro lado de la tranquera y me escabullí de la competencia. Su silueta blanca de novia se recortaba en lo oscuro de la noche, iluminada por la luz de la calle.
“¿Qué haces acá?”, le pregunté.
“Ya me tengo que ir”, me dijo.
“¿Cómo?”, me sorprendí.
“Ahora me viene a buscar mi papá”.
Nos quedamos callados.
Miré mi reloj. Eran apenas las diez de la noche. Recordé los pocos minutos en que habíamos bailado. Después vino la comida y los ridículos juegos. Todavía faltaba la torta con forma de ataúd que había visto sobre una mesa. Ahora o nunca, pensé. Y me incliné para darle un beso.
La noche entre su rostro y el mío iba desapareciendo a medida que me acercaba, pero cuando desapareció completamente no fue porque nuestros labios se hubieran encontrado, sino porque dos luces amarillas nos iluminaron desde un costado. El padre de Marina, con una camioneta destartalada, acababa de estacionar junto a nosotros.
No se bajó. Se limitó a hacer señas de luces. Eso fue suficiente para que su hija se diera la vuelta y, sin despedirse, me dejara ahí solo. El hombre puso reversa, salió de la entrada de la casa marcha atrás, giró en la calle y se la llevó. Intenté ver a Marina a través del parabrisas de la camioneta y lo único que vi fue a una novia con la cabeza gacha.
Ale me vino a buscar y me dijo que proyectarían una película de terror en inglés sin subtítulos. Hernán me vio cabizbajo y me convidó con un vaso de “ponche mágico” sazonado con un chorrito de whisky de la petaca que tenía escondida en uno de los bolsillos de su traje de Drácula.
Después de ver Viernes 13 (“Friday the 13th”, decía Vanesa) y comer la torta, nos volvimos de la misma forma que habíamos llegado. Durante todo el trayecto, apoyé la cabeza contra el vidrio del Peugeot 504 de la teacher Jezabel y no me incorporé hasta que entramos al pueblo. Uno a uno, dejó a mis compañeros en sus casas. El azar determinó que yo fuera el último.
“Did you enjoy the party?”, me preguntó Jezabel antes de que me bajara.
“Yes, I did”, le contesté con correcta gramática but I didn’t mean it.