En la montañita

Juanjo Conti
4 min readNov 2, 2021

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Cuando tenía diez años, vivía en un pueblo llamado Landeta. Mi calle era la Manuel Belgrano y tenía la suerte de que en la misma cuadra vivían muchos chicos y chicas de la escuela. Regresábamos todos juntos de clases y después de dejar el guardapolvo y la mochila en nuestras casas, nos juntábamos en una plaza al final de esa calle y jugábamos hasta que el sol se escondía tras una pequeña montaña de escombro cubierta por pasto que había ahí.

La plaza no era la única ventaja de vivir sobre la Manuel Belgrano de Landeta. La otra era que justo frente a mi casa vivía el ser más hermoso del la Tierra: una chica angelical, dos años mayor que yo, de pelo negro y ojos celestes, que se llamaba Fernanda Toso. La historia que quiero contar transcurre durante su última semana en el pueblo.

“El viernes nos mudamos”, nos dijo un lunes en la plaza.

Mi pequeño mundo se congeló.

“¿Adónde?”, preguntó una de las chicas.

“¿Importa?”, intenté decir en mis pensamientos, pero la pregunta resignada debió de haber salido de mi boca porque todos se quedaron mirándome. Mi pequeño mundo congelado ahora se desmoronaba.

“El padre de Fernanda es gerente del Banco Provincia”, me explicaba mi papá más tarde, mientras yo lloraba en mi pieza. “Los van mudando cada dos años para que no se hagan amigos de la gente del pueblo en el que están y terminen dándole un crédito a cualquiera”, afirmaba satisfecho con su explicación, como si a mí me importara el banco, los préstamos o lo que puede hacer o no un gerente en la sucursal de un pueblo de mil quinientos habitantes.

Cuando me dejó solo, metí la mano en el bolsillo para sacar el pañuelo arrugado y lleno de mocos secos que siempre tenía ahí, pero percibí algo más: un papel doblado. Lo abrí; era una carta de Fernanda Toso: “Te espero en la montañita para ver juntos el amanecer. Voy a ir todos los días”.

Los ojos se me secaron. ¿Había entendido bien la carta? Fernanda, mi Fernanda, iba a estar el martes a la madrugada, el miércoles a la madrugada, el jueves a la madrugada y el viernes a la madrugada sentada en la montañita de la plaza, esperando ver el amanecer, y me invitaba a verlo con ella un día. En mi lógica, eso podía significar una sola cosa: quería llevarse un recuerdo de nuestro pueblo, quería su primer beso y quería que se lo diera yo.

La primera noche no pude dormir por la ansiedad. Como me desvelé, miraba el reloj despertador que había sacado de la caja, colocado sobre mi mesita de luz y enchufado por primera vez desde mi cumpleaños. Los números rojos, luminosos, atravesaban la oscuridad y llegaban a mi cara: dos de la mañana, tres y treinta y cinco, cuatro cero uno. El último que recuerdo fue un cinco y cincuenta y nueve y fue recién ahí cuando me quedé dormido. No lo oí cuando sonó a las seis y media, exactamente quince minutos antes de la hora en que, según mi calendario, saldría el sol. Me despertó mi mamá, como todas las mañanas, con el tiempo justo para ir a la escuela.

Durante los recreos, no me atreví a mirar a Fernanda; ella charlaba con sus amigas. Luego del timbre de salida, cuando el grupo que caminaba todos los días por la calle Belgrano emprendió el camino de regreso, yo fingí atrasarme devolviendo un libro a la biblioteca. Ese día no fui a jugar a la plaza.

Los inconvenientes se sucedieron noche a noche como si el destino se empeñara en evitar mi encuentro romántico, mi despertar al amor. La madrugada del miércoles mi hermanita lloró toda la noche porque tenía cólicos. La madrugada del jueves hubo una gran tormenta, se cortó la luz y mi reloj despertador se reinició: cuando me desperté, cuatro ceros de color rojo con dos puntos en el medio parpadeaban ante mí.

La madrugada del viernes, mi última oportunidad, me encontró durmiendo en la cama de mis papás. Ya sé, me tendría que haber resistido, pero mi mamá usó conmigo su fórmula secreta: “¿No quiere venir mi príncipe a ver una película con nosotros?”. Hasta los once años, la palabra “príncipe” ejerció en mí una fuerza mágica. No dormí en toda la noche, esperando la hora indicada. Pero subestimé el esfuerzo que me llevaría escabullirme de la cama de ellos sin despertarlos y cuando logré salir de la casa, los rayos de sol ya proyectaban algunas sombras.

Llegué corriendo a la plaza y antes de subir a la montañita, vi que Fernanda Toso se estaba besando con Hernán Fittipaldi, otro de los chicos de la cuadra. Creí oír cuando mi corazón se rompía, pero resultó ser una ramita que pisé involuntariamente mientras caminaba hacia atrás, como si hubiese visto un fantasma.

Al otro día, cuando Fernanda ya estaba rumbo a un nuevo pueblo, me enteré de que le había dejado la misma carta a todos los varones de la cuadra y que se había pasado la semana en una maratón de besos. Incluso, me dijeron, hubo amaneceres en los que más de un invitado llegaba a la montañita y en lugar de agarrarse a trompadas (que es lo que un verdadero amante hubiera hecho, lo que yo hubiera hecho), respetuosamente hacían fila.

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Juanjo Conti
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Written by Juanjo Conti

Information Systems Engineer from Santa Fe, Argentina. Amateur writer.

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